Hasta este año, nuestra hija Manuela había estado yendo a una escuela pública 0-6 años, de modo que este septiembre le ha tocado cambiar de colegio para empezar primaria. Y a nosotros con ella.
Aunque es verdad que fue una decisión bastante meditada y pensada por parte de Javi y mía en su día, tampoco es que hubiéramos preparado mucho EL MOMENTO. En esta casa somos más de dejar que las cosas ocurran a su debido tiempo y no se nos da muy bien esto de las preparaciones con meses de antelación (es una forma bella de decir que somos un desastre y vamos salvando fuegos según nos llegan). No hemos hecho ni role-plays, ni hemos puesto vídeos de niños en su primer día de escuela, ni tenemos álbumes ilustrados que versen sobre la temática una y otra vez… Tampoco hemos hecho ningún cuadernillo Rubio y como no tienen ni libros ni nada, pues tampoco hemos tenido jornadas de forrado de tapas blandas. Ella sabía que iba a cambiar de cole, claro, pero hemos intentado que fuera una cosa más en el devenir de la vida y no teníamos a mano bengala alguna para lanzarla la noche antes. Así que se fue a la cama sin más, cogiéndome la mano bien fuerte.
Esto no quiero decir que no el día antes YO no estuviera con los nervios a flor de piel, intentando que no se me notara en absoluto mientras subía y bajaba, limpiaba el polvo y lo volvía a poner sobre la estantería, me duchaba pero poco y luego otra vez, comía pero sin comer… para dar ejemplo de la madurez que no poseo. Y por supuesto, los días antes la culpa vino a saludarme con cara de pocos amigos y estuve meditando mucho sobre si debería hacer algo para eso que dicen de acompañarles en el camino de cada proceso. Pero es que resulta que ella no parecía estar haciendo ningún viaje al respecto y decidí que era mucho mejor entonces dedicarme a aprovechar las tardes de verano que nos quedaban, que me parecía a todas luces un acompañamiento más divertido y que ella parecía recibir bastante animosamente.
Por otro lado, me parecía que si ella no estaba pasándolo mal, insistir sobre el tema quizás hacía una bola donde no la había. Muchas veces me pregunto si mi hija está mucho más sana emocionalmente que yo y los avatares de la vida que la rodean me afectan a mi con una dosis mucho mayor de drama que ella. Bueno, esperad un momento, de hecho, no me cabe ninguna duda de esto. Me daba la sensación de que cuando me acercara a ella con la monserga de qué sentía al respecto del nuevo cambio, intentando liberar emociones estancada, iba a mandarme al carajo invitándome a dejarla en paz, «¡que cambiar de colegio no es para tanto! A ver si espabilas, mamá». Y remontar la cara de atún que se me iba a quedar iba a ser difícil.
En realidad, os confieso que a mi lo que me salía del alma era tener una conversación privada con cada uno de los amigos y amigas de cara angelical que van a estar con ella en clase, y a solas y sin ningún padre/madre/tutor/tutora con competencias legales sobre el menor, mirarles al a cara seriamente amenazándoles con que si tocan a mi hija o la hacen infeliz, les estaría esperando en cada callejón oscuro para aplicarles alguna maldad de nivel de dolor máxima. Pero bueno, luego lo pensé mejor y antes que regalarle mi maravilloso escudo protector hecho a base de intimidación a sus compañeros y compañeras, decidí hacernos un regalo a las dos y le he dado lo mejor que se me ocurre que podía darle en estos momentos: mi confianza y además, en silencio.
He decidido confiar en ella. Confiar en su capacidad para adaptarse, para encontrar su espacio, para asombrarse con lo nuevo, para integrarse en un grupo, para relacionarse adecuadamente, para defenderse, para demostrarle a los demás lo que vale, para buscar apoyo en la profesora si flaquea, para disfrutar de un ambiente nuevo, para dar la mano a sus amigos y amigas, para hacer grupo, para querer… He decidido no adelantarme a nada. No dar nada por hecho situaciones a las que en realidad tengo miedo yo, no hacer las veces de pitonisa cutre. Y por supuesto, no envolverla en material profiláctico para evitarle males que puedan ponerla triste o incómoda, porque ella entonces nunca sabría salir de situaciones incómodas por sí misma. Y sobre todo, he decidido confiar en que si algo le pasa, sea lo que sea, sabe que tiene aquí dos brazos enormes y un corazón inmenso para escucharla. Y si es necesario, para reírnos a carcajadas.
Los primeros días no está habiendo más que juegos, aprendizaje libre, mucho grupo y un poquito de conocerse poco a poco. No está siendo fácil, pero la semana pasada Manuelilla comenzó un viaje y es un placer, una suerte, poder hacerlo con ella.
Fotos: Picapino
Qué suerte tiene Manuela!!
No te digo más porque voy en el tren y al leerte me he emocionado, bueno ya sabes que yo digo que soy de lágrima fácil, que lo pongo fácil pero… Qué bonito te ha quedado!!
Besines desde Dinamarca
Tiene mucha suerte, desde luego!! Me ha gustado mucho tu manera de verlo, es cierto que a veces somos nosotros los que tenemos los miedos y se los transmitimos a ellos… El mío empieza el colegio en septiembre y espero ser capaz de dejarle llevar su proceso sin agobiarle!
Gracias, de verdad.
Es difícil, claro que sí, pero si algo he aprendido en estos años es que cada día mis hijos me sorprenden más y que hay que dejarles espacios para que ellos crezcan. A mi me gustaría estar siempre ahí para que no les pasara nada pero no puedo y en realidad, no sé si sería muy sano, jajajaja. En fin, ¡a por ello!
Un abrazo.